Hasta el infinito y más allá. James Thomas Mangan y su país interminable
Dice un conocido refrán que el universo es ancho y ajeno. O lo era, al menos, hasta 1949. Porque en enero de ese año un emprendedor llamado James Thomas Mangan fundó la Nación del Espacio Celeste, también conocida como Celestia: una nación que reclama como su territorio el universo entero, con la sola excepción del planeta Tierra.
Nacido en Chicago en 1896, James Thomas Mangan era un hombre voluminoso y expansivo, con una personalidad desbordante. Si hemos de creer en la veracidad de su autobiografía, fue un destacado relaciones públicas en una empresa de máquinas de vending, ejerció como publicista, escribió más de veinte libros sobre los temas más diversos, compuso varias canciones y se consideraba a sí mismo el mejor cortador de césped de toda América.
Pero si por algo nuestro hombre ha pasado a la historia, es por fundar el país más extenso y vacío del universo. Se nombró a sí mismo Primer Ministro de Celestia, porque no creía en el sistema democrático, y también porque era el único ciudadano de la nueva nación.
El 4 de enero de 1949, Mangan presentó oficialmente la Carta de Declaración de Celestia al registrador de Escrituras y Títulos del condado de Cook, en Illinois. En ella declaraba que su patria era la entera extensión del cielo. El registrador se negó en un principio a recibir la solicitud, pero luego de la intervención de un fiscal del estado, la Carta de Celestia quedó debidamente registrada. Después de todo, argumentó el fiscal, el hecho de que se registrara la solicitud no suponía aceptación o reconocimiento ninguno de su contenido.
Sin embargo, aquel registro de su Carta de Declaración representó para Mangan un precedente fundamental para sus fines, porque pronto le salieron muchos competidores en la carrera por la posesión del espacio. En el mismo año, un comerciante australiano, Leo Brandt, reclamaba también el espacio exterior, pero sin presentar ningún documento que lo avale. Un año después, en 1950, Charles Dickey, un sureño de Tennessee, presentó una solicitud a la oficina de Registros reclamando “la mitad sur” de todo el espacio exterior, y reconociendo “la mitad norte” para Mangan. Otra reclamación le llegó desde Buenos Aires, en donde un tal Gustavo Saroka, argentino de origen ruso, afirmaba que a sus antepasados les había concedido el Zar el usufructo de todo lo que existiera fuera de la Tierra, aunque no aclaró por qué razón les había sido concedido semejante privilegio. En todos los casos Mangan recurrió a su registro de Cook, Illinois, para afirmar sus derechos.
Más correosa fue la reclamación de algunos propietarios de bienes raíces, que afirmaban que los terrenos que poseían tenían derecho de propiedad también “hacia arriba”, es decir que, por ejemplo, a un terreno de doscientos metros cuadrados sobre la Tierra, le correspondería una proyección infinita de esa misma superficie hacia el espacio exterior. Mangan contraatacó con la Ley de Comercio Aéreo de 1926, que ponía fin a semejante pretensión.
Mangan envió después cartas a los secretarios de estado de setenta y cuatro naciones, informándoles sobre la existencia de la Nación del Espacio Celeste e invitándolos a dar a la nueva entidad el reconocimiento oficial que según él se merecía. Y que nunca llegó. Solicitó también formalmente la membresía en las Naciones Unidas. Pero la Sede de la ONU ignoró esa y todas sus siguientes apelaciones. Un primer desaire para las pretensiones de nuestro hombre, que no sería el único ni el último, pero que de ninguna manera consiguió que cejara en su empeño.
En aquella Declaración de la Nación del Espacio Celeste presentada en 1949, Mangan proclamaba que el uso de su espacio, sin permiso, quedaba prohibido públicamente “por cualquier cosa artificial, proyecto o actividad, no ordenada completamente por diseño natural o necesidad”. A lo largo de los años, el representante de Celestia intentaría en repetidas ocasiones hacer cumplir esta norma.
Pero justamente el 4 de octubre de 1957 los soviéticos lanzaron el Sputnik, en flagrante transgresión de las normas de su nación. Mangan exigió que la Unión Soviética retirara el objeto de su territorio. Su reclamación, una vez más, no fue atendida. Paralelamente, la ONU estableció un comité para velar sobre los usos pacíficos del espacio extraterrestre, y comenzó a elaborar leyes internacionales para su regulación, para desespero de Mangan, que seguía siendo ninguneado por todos.
A medida que la carrera espacial entre las dos potencias se empezó a acelerar, el Primer Representante de Celestia requirió una y otra vez a los gobiernos soviético y estadounidense, llegando a desplazarse hasta Washington, solo para comprobar que no era recibido.
Sin embargo, el rechazo que sentía Mangan por la Unión Soviética hizo que acabara tomando partido por los Estados Unidos: Finalmente otorgó su autorización, sin que nadie se la hubiese solicitado, para que los cohetes norteamericanos pudieran pasar por su territorio. Incluso llegó a enviar a los astronautas de las misiones a la Luna un pasaporte de Celestia. John Glenn, el primer estadounidense en orbitar la Tierra, le agradeció por carta el detalle.
En medio de la indiferencia general, James Thomas Mangan siguió gestionando su casi infinita nación. A veces haciendo abuso de su autoridad –llegó a declarar formalmente “persona non grata en el espacio exterior” a un policía por poner una multa de tráfico a un pariente suyo–. También acuñó su propia moneda, el Celeston, que llevaba en una cara el perfil de su hija Ruth. Y enarboló, siempre que tuvo la oportunidad, la bandera de Celestia (un campo azul, con un círculo blanco al centro que contiene el símbolo del hashtag, que también significa “espacio”). Luchó incansablemente por sus derechos a la Nación del Espacio Celeste hasta su fallecimiento, ocurrido el 14 de julio de 1970. Tras su muerte, sus descendientes, muchos de ellos adornados con títulos nobiliarios tales como Duque de la Vía Láctea o Marqués de Marte, siguen en el intento de conservar viva la memoria de lo que fue la gloriosa Nación del Espacio Celeste, pero lo cierto es que a estas alturas las leyes internacionales en relación al espacio exterior ya no parecen dejar lugar a más reclamaciones.
(Extracto del libro El sueño de la nación propia. Una historia de las Micronaciones)
.