La utopía de plástico hinchable que se replicó a sí misma
Antes de que Ibiza fuera una distopía gobernada por diyéis de música electrónica, no era más que una tranquila isla en medio del mediterráneo habitada por nativos y por algunos hippies que aterrizaban allí buscando atardeceres que la hierba que traían consigo tiñiera de contrastantes colores complementarios.
Esta es historia conocida, forma parte del mito fundacional de la Ibiza moderna. Lo que tal vez no sea tan conocida es la utópica Ciudad Instantánea hecha de aire y plástico que floreció en una de sus playas durante un mes de octubre del año 1971.
Ese otoño, un ejército de jóvenes armados con grapadoras tomaron la playa, en la cala del Port de Sant Miquel, y desplegaron allí lo que parecía un gigantesco gusano plástico de colores psicodélicos: bandas rojas, amarillas y anaranjadas que, una vez fijadas con las miles y miles de grapas, comenzaron a hincharse por la acción de ventiladores estratégicamente ubicados en sus flancos, hasta que toda la estructura vermiforme fue tomando el aspecto de una extraña ciudad del futuro.
Porque eso, justamente, era lo que era: una ciudad, la Instant City, levantada en unos pocos días por los propios jóvenes que la iban a habitar durante un mes. Pasado este tiempo, la Ciudad Instantánea se volvería a evaporar sin dejar rastro, desapareciendo tan rápidamente como se había posado sobre la playa.
¿Qué era todo esto? En ese mes de octubre de 1971 se celebraría en Ibiza un congreso anual de diseño industrial: el clásico encuentro entre profesionales, con conferencias y debates sobre el tema en cuestión. Tanto los ponentes como los profesionales asistentes se alojarían en hoteles anexos a las salas de conferencias, ubicados sobre los terrenos altos que bordeaban la costa. Pero alguien planteó la posibilidad de invitar, además, a estudiantes de diseño: sangre joven para dinamizar el siempre aburrido congreso anual.
Se presentó entonces el siguiente problema: ¿dónde alojarlos? Porque se calculaba que podrían llegar a la isla hasta unos veinte mil jóvenes. La alternativa obvia era ubicar tiendas de campaña abajo, en la cala. Pero, después de todo, era un congreso de diseño... ¿por qué no innovar?
Y aquí entran en acción unos estudiantes de arquitectura encabezados por Carlos Ferrater que, con el asesoramiento técnico del arquitecto José Miguel Prada Poole, deciden hacer una ciudad efímera. La construcción debía ser tan efímera (apenas un mes) que, sumado al presupuesto del que disponían, y que era igual a cero, pronto hizo evidente que debía hacerse de aire. Una empresa de plásticos donó el otro material de la construcción: quince mil metros cuadrados de lonas de PVC. Y la mano de obra la pondrían los propios habitantes de la Ciudad Instantánea, que se haría entonces de plástico hinchable, grapas y aire.
Y así surgió, como por arte de magia, Instant City: una serie de grandes túneles y cúpulas de plástico hinchable interconectados, formando un laberinto que disponía de una larga avenida central, a la que se unían las dependencias para dormir, y otras zonas comunes. El ingreso se hacía por unos así llamados "esfínteres", aberturas de doble cierre que evitaban que se salga el aire. Los cientos de jóvenes que acudieron de un montón de países se ocuparon, grapadora en mano, del proceso de construcción colaborativa, siguiendo un folleto con instrucciones elaborado por Prada Poole.
Al poco de inaugurarse, los ponentes del congreso, alojados en los hoteles de arriba, empezaron a bajarse a la playa: la Ciudad Instantánea prometía mucho más ambiente y diversión. La experiencia comunitaria era total e inmersiva, había novedosas sustancias en circulación, y todo transcurría bajo la cálida luz de los coloridos túneles futuristas.
Pero las utopías son como el horizonte: siempre está un poco más allá. Cuando crees haber alcanzado una, se te escurre entre los dedos como la arena de la cala de Sant Miquel: pronto los habitantes de la ciudad, al fin y al cabo jóvenes estudiantes de diseño industrial, acostumbrados a una disciplina racionalista, empezaron a poner normas de convivencia para que el enclave no se sumiera en el caos. Comenzaron a aparecer carteles y más carteles con normativas de horarios, recogida de residuos, instrucciones de ingreso, y todo tipo de recomendaciones, restricciones y edictos. La Ciudad Instantánea se convirtió instantáneamente en un barrio residencial burgués lleno de prohibiciones.
Tanto, que un pequeño grupo de rebeldes, entre los que se contaba el propio Ferrater —uno de los Padres Fundadores—, decidieron rescatar los plásticos sobrantes de la construcción original, y se alejaron unos kilómetros para fundar la Segunda Ciudad Instantánea. Eso sí, mucho más modesta y precaria que la primera. Allí intentarían vivir la utopía de la utopía. Si la primera ciudad fue una formidable experiencia contracultural, la segunda sería recontracultural. Y si el congreso no hubiera acabado, sin duda un pequeño grupo de ese segundo grupo no hubiera tardado en decidir que era necesario explorar una experiencia recontracontracultural levantando una tercer ciudad instantánea. Y así hasta el infinito.
Francamente, hubiera sido hermoso presenciar el proceso completo: cada uno de los cientos de moradores de la ciudad original, levantando su propio iglú de plástico hinchable, cada uno en trance de fundar la República Independiente de su Casa, como si una epidemia de micronaciones hubiera acabado tomando la isla.
Pero, acabado el congreso, el 20 de octubre de 1971 la Ciudad Instantánea se desmontó. Una vez terminado el proceso de deshinchado, el PVC se troceó, y los campesinos y hortelanos de los alrededores se llevaron los trozos para proteger con ellos sus cultivos. Más de cincuenta años después, las lonas de PVC de la muy efímera Instant City siguen allí, indestructibles, inalterables, ajenas al paso del tiempo, eternas. Para alegría de los arqueólogos del futuro, suponemos.
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