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Los caballeros las prefieren rubias, y con aguijón

Los caballeros las prefieren rubias, y con aguijón

En la novela La Colmena de Hellstrom (Hellstrom’s Hive, editada en español como Proyecto 40), su autor, Frank Herbert, nos describe la vida en una tranquila granja en el medio oeste americano que oculta en el subsuelo una pavorosa ciudad-colmena habitada por miles de seres humanos genéticamente modificados y organizados en una sociedad inspirada en la estructura social de las abejas. Los habitantes de este enjambre humano no poseen individualidad, son piezas intercambiables al servicio de un gran mecanismo que es la colmena. También están al servicio de la Reina Madre, Trova Hellstrom, la responsable de la fundación de la colmena, aunque en el tiempo en que transcurre la historia, esta Madre ha muerto y solo la conocemos por las reflexiones que ha dejado por escrito, y que se van intercalando en la historia como si de textos sagrados se tratasen.

La colmena, mientras tanto, está temporalmente a cargo de un hombre, Nils Hellstrom, uno de los descendientes de la gran Madre fundadora. y decimos temporalmente porque la colmena es un modelo de sociedad estrictamente matriarcal. Una sociedad que se diferencia de la nuestra por su carácter colectivo, regido por lo que Maurice Maeterlinck (en su maravilloso ensayo La vida de las abejas) llamó “el espíritu de la colmena”: “En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo de que forma parte”.

Pero hay otra hembra en la colmena llamada Fancy, que se postula como una nueva Reina Madre. Se encuentra en el apogeo de su fertilidad y dispuesta a enjambrar. Es justamente entonces cuando entra en escena un hombre llamado Peruge, agente de una agencia secreta del gobierno, que investiga la granja en la sospecha de que hay allí una secta, sin imaginar la gigantesca ciudad-colmena que se oculta debajo. No tarda en ser seducido por Fancy, y luego de una extenuante sesión de sexo desenfrenado (¡sin preservativo!) muere fulminado, literalmente, de agotamiento.

Pero Hellstrom’s Hive no es el único ejemplo de historia fantástica o de ciencia ficción (el único género literario que realmente nos deberíamos tomar en serio, en nuestra humilde opinión) que trata el tema de una sociedad regida por los patrones de comportamiento de los insectos, un matriarcado, que acaba sacrificando al macho por el porvenir de la colectividad, de la colmena.

En la utopía victoriana La edad de cristal (el término ciencia ficción todavía no se había inventado), su autor, William Henry Hudson nos cuenta la historia de un hombre que se ha quedado dormido en el bosque y despierta en un extraño futuro habitado por un grupo de gente extravagante. Nuestro hombre es conducido a la Casa, una enorme mansión en donde vive toda la colectividad, una especie de comuna regida por una Madre de temperamento absolutista. El protagonista se enamora perdidamente de Yoleta, una de las bellas muchachas de la casa, pero descubre que es un amor literalmente imposible, porque ella no está destinada a la tarea de la procreación. Un frustrante orden de cosas contra el que intenta revelarse, para acabar encontrándose con la inevitable sorpresa final.

En el remake cinematográfico de The wicker man, que Nicolas Cage interpretó en el año 2006, hay una pequeña isla cerca de las costas británicas habitada por un pueblo peculiar. Cage es un policía que llega a la isla buscando a una niña desaparecida, y acaba descubriendo que sus extraños residentes forman parte de un antiguo culto y, a la vez, un experimento social: el pueblo está regido por mujeres, cuya líder es una dama mezcla de gobernanta y sacerdotisa. El policía pronto descubre que ha caído en una trampa, como tantos otros hombres antes (y después) que él, atraídos a la isla por unas seductoras mujeres rubias en actitud sugerentemente reproductiva. Al protagonista le esperará el mismo terrible final que a los demás hombres de esta historia.

Vemos una tendencia clara en estos experimentos sociales: la utilización del sexo como estrategia principal de desarrollo, y a la vez, el papel del hombre como simple proveedor de genes, un “zángano” del que, una vez cumplido su papel, es necesario prescindir. Hay que decir también que, en los ejemplos citados, el hombre colabora gustoso en la tarea, ignorante, eso si, del destino que le espera al final de la actuación.

“Después de la fecundación de las reinas, (…) comienza a circular por la colmena la consigna esperada, y las apacibles obreras se transforman en jueces y verdugos. No se sabe quién da la consigna; emana de repente de la indignación fría y razonada de las trabajadoras (…) Los gordos holgazanes dormidos en descuidados racimos sobre las paredes melíferas, son arrancados bruscamente de su sueño por un ejército de vírgenes irritadas. Se despiertan beatíficos y sorprendidos, no pueden dar crédito a sus ojos, y su asombro logra apenas asomar a través de su pereza (…) Se imaginan víctimas de un error, miran en torno suyo estupefactos, (…) cada uno de los azorados parásitos se ve asaltado por tres o cuatro ajusticiadoras que se esfuerzan por cortarles las alas, aserrarles el peciolo que une el abdomen al tórax, amputarles las febriles antenas, dislocarles las patas, dar con una juntura de los anillos de la coraza para hundir en ella su dardo. (…) las obreras barren el umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la siguiente primavera.” (Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, 1901)

Pero hagamos un llamado a la tranquilidad, querido lector varón: Una sociedad-colmena matriarcal dedicada a aserrar peciolos como la que se nos describe aquí se encuentra perfilada en un futuro extremadamente, extremadamente improbable.

¿O no?

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