Nunca aceptes bebidas de un extraño de otro planeta. El caso de Orfeo Angelucci
Nunca aceptes bebidas de un extraño. Es el sensato consejo que toda madre nos ha dado alguna vez en la vida. Consejo que Orfeo Angelucci, italiano residente en los Estados Unidos, tuvo la ocurrencia de saltarse allá por los años cincuenta, cuando se encontró casualmente con un habitante del espacio exterior.
Angelucci, un trabajador de una planta de ensamblaje de aviones de Burbank, California, escribió un libro en 1955, en el que relataba sus experiencias personales con extraterrestres. El libro, titulado “El secreto de los platillos volantes”, hubiera pasado desapercibido de no ser porque el eminente psicoanalista Carl Gustav Jung se fijó en él cuando, a su vez, escribió su propio libro sobre el fenómeno de los avistamientos ovni.
En su libro, Angelucci cuenta su primer encuentro con una entidad venida del espacio. El encuentro se puede resumir así: Mientras regresaba a su casa por un camino solitario un día de verano de 1952, una bola de luz de un suave color verde fluorescente desciende frente a su coche. De la bola surge una voz varonil que, luego de presentarse, le pregunta a Angelucci si tiene sed, y lo invita a beber de una copa de cristal que se materializa sobre el salpicadero del coche. Angelucci, olvidando el legendario precepto materno, bebe el extraño líquido, al que describe como “la bebida más deliciosa que he probado en mi vida”. Inmediatamente la bola de luz se abre como un holograma, mostrando a una pareja de seres “extraordinariamente bellos”. Angelucci los describe como “perfectos”, muy altos y rubios, de piel muy blanca y ojos azules, prácticamente como dioses surgidos de una grandiosa alfombra roja de Hollywood. Los magníficos seres, que responden al nombre de Neptuno y Lyra, le dicen a Orfeo que no debe tener miedo, porque además de bellos son buenos, justos y compasivos.
A continuación se abre ante Angelucci un portal a una grandiosa estancia de unos seis metros de diámetro con el techo en forma de cúpula. Todo el espacio es blanco, brillante y pulido, como si estuviera hecho de nácar, con paredes hechas de una “sustancia etérea, iridiscente”. En el centro de la resplandeciente habitación hay una silla, igualmente blanca y de la misma sustancia etérea. Cuando Orfeo se sienta, la silla, que parece hecha de aire puro, se ajusta perfectamente a su cuerpo. De pronto, toda la estancia se llena de música envolvente, que transporta a Angelucci a una especie de trance. Una ventana circular se abre en la nacarada pared, y Angelucci ve la Tierra desde una enorme distancia. Comprende que están en el espacio, y llora de emoción. Se siente transportado a un “mar intemporal de beatitud”.
Se diría que Angelucci ha muerto, que se ha quedado seco de un síncope en el medio de la carretera y ahora está flotando hacia el cielo, pero no. Lo que sucede es que está siendo transportado, vivito y coleando, en una nave espacial. Continúan alejándose por los espacios interestelares, y se cruzan con otras naves que parecen hechas de pulido cristal resplandeciente. Todo es plácido, cristalino y musical. Mientras tanto, el alienígena Neptuno le habla a Angelucci de Jesucristo, de los pecados de los hombres de la Tierra, de la moralidad intergaláctica y, sobretodo, de los peligros del comunismo, la punta de lanza de las fuerzas del mal de toda la galaxia. Una vez acabado el sermón, el ovni regresa a Angelucci a la Tierra, viajando “a la velocidad de la verdad”, que es el equivalente alienígena a lo que nosotros conocemos como la velocidad de la luz. Orfeo comienza su predicación a todo el que quisiera escucharlo. Predica sobre los nuevos Mesías espaciales y sobre el comunismo, el auténtico mal encarnado, que nos llevará a todos a una inminente Nueva Guerra Mundial. Sin embargo, dice Angelucci, de las ruinas del mundo surgirá una "Nueva Era de la Tierra” ante la atenta mirada de los Dioses Rubios del espacio.
El caso es que no fue ese el único despiste con una bebida de Angelucci: a finales de 1954 nuestro hombre visitaba una base de entrenamiento de la Marina en el desierto de Mojave, en California. En el restaurante de la base se encuentra con un tal Adán, que resulta ser otro alienígena humanoide al que describe como "sorprendentemente hermoso". El hombre del espacio invita a Angelucci a comer un solomillo, y para acompañarlo le ofrece un vaso con agua al que echa una pastilla efervescente. El agua se convierte al instante en una especie de espumoso en el que Angelucci reconoce inmediatamente aquella bebida deliciosa de años atrás. Después del primer trago, y según cuenta en su siguiente libro “Hijo del sol”, Angelucci oye sorprendido cómo una hermosa música mesmerizante surge del vaso. La música va ganando en belleza e intensidad, envolviéndolo como en un encantamiento. Pero la sorpresa es mayor cuando, al mirar otra vez el vaso, ve una minúscula mujercita, rubia y hermosa como una minidiosa, bailando sensualmente en el espumoso champán alienígena. Al tiempo, la danzarina va haciéndose más y más pequeña a cada vuelta de su danza, hasta desaparecer entre las rosadas burbujas del vaso. Cuando Angelucci levanta la vista, comprueba que todos los rudos marineros que se encontraban a su alrededor lo observan con miradas amorosas, transfigurados por el poder empático que ha inundado la estancia. De pronto, todo es pureza, luz y amor, mucho amor.
En fin, no es necesario seguir con los ejemplos para poder llegar a una incontestable conclusión: Angelucci nunca viajó al espacio. Es obvio que estos inescrupulosos extraterrestres echaron droga en la bebida del pobre ingenuo. Los alienígenas no son tan bondadosos como dicen ser, después de todo. El peligro de que un desconocido nos de una bebida de origen dudoso se multiplica por mil si además ese desconocido proviene de otro planeta. Esto es un argumento que cualquier madre puede suscribir.
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