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Del camión como una de las Bellas Artes

Del camión como una de las Bellas Artes

Coincidiendo con la decadencia del glamouroso mundo de las galerías, museos y bienales de arte, se pone cada vez más en valor una forma de expresión ambulante a la vez grandiosa y popular: el arte de decorar camiones, construcciones móviles que por su exuberancia compiten de igual a igual con las grandes catedrales góticas o con los casinos de Las Vegas, que viene siendo lo mismo.

La escuela artística del camionismo se remonta hasta al menos principios del siglo pasado y sus ejemplos más rutilantes los encontramos en las plácidas carreteras paquistaníes. Entonces, la dura competencia por conseguir carga empujó a los camioneros locales a pintar y decorar de la manera más llamativa posible sus vehículos. Un paisajito por aquí, una guarda por allá... y la cosa fue imparable: la práctica evolucionó hasta amalgamar cientos de motivos religiosos, patrones ornamentales, retratos de la suegra o escenas de la vida doméstica, todo en vivos y contrastados colores. Naturalmente a la estructura original del camión se hizo necesario ir agregando paneles y plafones suplementarios para aumentar cada vez más la superficie pictórica. Como Moby Dicks aquejados de horror vacui, estos grandes leviatanes de la carretera se desplazan perezosamente y con orgullo por la geografía paquistaní.

Si en Paquistán el arte del camión es popular y masivo, en nuestro individualista occidente, en cambio, los ejemplos son puntuales y escasos. Podemos mencionar no un camión sino un autobús célebre por sus pinturas (siguiendo con la comparación con los leviatanes, el autobús vendría a ser al camión lo que la ballena franca al cachalote...) El famoso autobús del escritor y propagandista del LSD Ken Kesey y su grupo de agitadores contraculturales, que en los años sesenta recorrió los Estados Unidos de costa a costa promoviendo fiestas multitudinarias en las que se distribuía libremente ácido lisérgico. El autobús en cuestión estaba completamente cubierto de extravagantes pinturas psicodélicas fluorescentes, tanto por dentro como por fuera (una característica primordial de esta forma de arte, la decoración tiene que ser tanto interior como exterior) que lo convirtieron en la obra psicodélica más representativa del Verano del Amor. Tanto que hasta el Smithsonian intentó adquirirlo para su colección de arte americano (las andanzas de este célebre autobús se describen en la novela The Electric Kool-Aid Acid Test, de Tom Wolfe).

Pero quizás las más espectaculares de estas obras maestras del camión las encontremos en Japón: allí la afición se fue desarrollando desde los años setenta, y como toda tendencia en el país del sol naciente tiene un nombre sonoro: decotora. El decotora consiste en recubrir la superficie del camión con cientos de neones, luces de colores, luces negras, todo tipo de cromados y objetos brillantes, hasta dejar aquello como una discoteca ambulante, como un transformer de sábado noche, bola de espejos incuída. También aquí se anexan partes a la estructura original para aumentar la superficie a decorar, con lo que, como todo auténtico buen arte, ocasiona problemas con la policía (por constituir un peligro para la circulación, los decotora están casi al margen de la ley). Estos fantásticos leviatanes de la carretera  lucen todo su potencial por la noche, cuando despliegan todo su impresionante poder luminiscente, capaz de ocasionar epilepsia inducida en el distraído conductor que se los cruza inadvertidamente.

Así las cosas, en estos tiempos de aridez creativa, el arte del camión parece ser el único arte auténtico del siglo XXI. Si se cruzan con uno de estos especímenes por la carretera, no duden en seguir su estela: por un lado, disfrutarán de una experiencia estética inolvidable. Por otro, no olviden que en donde hacen la parada los camioneros, seguro que se come bien.

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