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Sarah Winchester y la eterna reforma

Sarah Winchester y la eterna reforma

Sarah Winchester y la eterna reforma

Dicen que no es posible bañarse dos veces en un mismo río (aunque yo creo que contando con una bicicleta y pedaleando rápido sí se podría...). De la misma forma, para Sarah Winchester, joven viuda del siglo XIX, no era posible vivir dos veces en la misma casa, y no porque se mudara de barrio, sino porque su casa nunca era igual de un día para otro.

La residencia Winchester estuvo siempre en reformas, reformas que se prolongaron, ininterrumpidamente, durante treinta y ocho años. De hecho, las obras constantes fueron la misma razón de ser de la Mansión Winchester. Alguno pensará que soportar albañiles martilleando día y noche durante cuatro décadas podría enloquecer a cualquiera... pero el imparable trajín constructivo, lejos de incomodar a la propietaria, más bien ayudaba a tranquilizarla. El ir y venir de carpinteros y fontaneros, las puertas y tabiques que se ponían hoy y se quitaban mañana, las ventanas que cambiaban constantemente de lugar, mantenían viva a la dueña de casa y a la vez entretenidos a los miles de habitantes de la mansión Winchester. Porque Sarah, viuda de William Winchester, no vivía sola. La acompañaban a toda hora las almas en pena de los que habían muerto a consecuencia del uso de los populares rifles fabricados por la empresa familiar de la que procedía.

La joven viuda era heredera de la fabulosa fortuna amasada por su suegro gracias a su célebre rifle Winchester de repetición, un revolucionario invento que prácticamente acabó por decidir el resultado de la guerra de secesión norteamericana, y enriqueció a la familia. No fue hasta quedarse viuda que Sarah se vió acosada por un flujo interminable de fantasmas que volvían desde el más allá para atormentarla con reclamaciones y quejas.

Sarah inició una desesperada huida hacia ninguna parte, intentando dar esquinazo a los espectros, hasta que en 1884 acabó recalando en San José, un pueblo del oeste de California, en donde adquirió una finca con una casa a medio construir. Sarah no tenía ni idea de arquitectura, pero inmediatamente decidió desechar los planos y ponerse a improvisar. Con una cuadrilla estable de casi treinta trabajadores que se instalaron el la finca de manera permanente, se pasó las siguientes cuatro décadas construyendo y reformando el caserón día y noche, sin parar ni siquiera los fines de semana. Sarah se dió cuenta de que las obras mantenían desorientados a los espectros, que vagaban estupefactos por pasillos y estancias que constantemente cambiaban de lugar o de dirección. Por esa misma razón, y para no perder la ventaja del efecto sorpresa, Sarah no seguía planos estrictos en la construcción: cada mañana bien temprano, con el desayuno, decidía con sus capataces y sobre la marcha las reformas del día. Reformas que no necesariamente seguían el sentido común. Así, en las cerca de ciento sesenta estancias que tenía el caserón (el número, evidentemente, fluctuaba), los fantasmas se podían encontrar con ventanas empotradas en el suelo, puertas que daban a una pared, una habitación construída dentro de otra, pasillos que acababan en el punto de inicio o escaleras que volvían sobre sí mismas. Incluso había una impresionante escalera de caracol de 42 escalones que sólo subía tres metros del suelo, puesto que cada escalón medía cinco centímetros de alto.

No solo los fantasmas se confundían: el servicio doméstico debía usar planos (que variaban casi cada día) para las tareas más elementales, como encontrar el camino de regreso a la cocina luego de servir el desayuno.

Se puede decir sin temor a exagerar que Sarah Winchester elevó el bricolage a la categoría de arte, y su propio hogar fue su obra maestra: una única obra, pero siempre diferente.

La casona siguió su rutina de cambios constantes (llegó a alcanzar una altura de siete plantas), hasta el año 1922, año en el que Sarah, ya octogenaria, acabó uniéndose a la tropa de almas que durante tantos años le habían hecho compañía. 

Sus herederos vieron en la vieja mansión una extraordinaria oportunidad de negocio: puesto que ya arrastraba una reputación de casa encantada, la acabaron explotando como atracción turística bajo el nombre de Winchester Mistery House. De hecho, aún hoy se puede visitar. Tienen una página web, una tienda de souvenirs, y ofrecen una visita guiada en donde los esforzados guías se empeñan en convencer al turista de que aún se escuchan extraños ruidos de almas en pena por los pasillos. Todo en vano: con la muerte de Sarah el trasiego de las obras cesó definitivamente, y también cesó el deambular de los fantasmas. ¿Por qué se fueron? Tal vez sin Sarah Winchester ellos ya nada tenían que hacer allí. Tal vez a los fantasmas, como a los jubilados, lo que realmente les gustaba era mirar las obras.